En la laudatio que hizo Fernando Savater de Claudio Magris cuando iban a hacerlo doctor honoris causa en Madrid usó esa expresión cálida, “nuestro Magris”, con la que yo me identifiqué nada más leerla, aunque sólo ahora me pongo a pensar con más detalle en su significado. No es sólo que uno, como lector y ciudadano, admire a Claudio Magris, ni que haya tenido la ocasión de disfrutar de su cercanía personal y generosa. Es que a Magris lo sentimos como “nuestro”, a diferencia de otros escritores a los que también admiramos y de los que también aprendemos. Pero ¿a quién abarca ese nosotros que usa Fernando Savater y en el que en seguida yo me reconozco, aun siendo tan poco amigo de las afiliaciones colectivas? Creo que es, en primer lugar, el nosotros de quienes nos educamos en los finales de la España franquista, cuando sentíamos muy nuestra una cierta Italia, tal vez en parte ilusoria, que era el espejo de muchas cosas a las que aspirábamos: una Italia de rigor intelectual y debate político apasionado y abierto, con la vitalidad democrática que a nosotros nos faltaba y con una saludable alegría de vivir, del Compromiso Histórico, la de Umberto Eco, la de Giulio Carlo Argan, que a finales de los años setenta era uno de mis héroes intelectuales: alcalde comunista de Roma, historiador del arte de una erudición y una flexibilidad intelectual que eran el antídoto poderoso contra la sociología marxista de garrafa que se nos administraba en las universidades españolas a los que intentábamos aprender algo en esa disciplina. Yo estudiaba italiano en los libros de Argan y de Bianchi Bandinelli y en las películas maravillosas que nos llegaban de Italia a los cines en versión original, que parecían haber resuelto el conflicto entre calidad estética, compromiso político y tirón popular. Esa era nuestra Italia; a ningún otro país le habríamos llamado así, aunque también nos gustaran novelas y películas francesas, o aunque la cultura popular americana fuera tan importante para muchos de nosotros.
Aquella Italia, tristemente, ha desaparecido de nuestros horizontes, en parte tal vez porque había en ella una parte de espejismo, de deseo nuestro de hacernos mejores emulando los valores imaginados en otros. Lo sustancial y verdadero de ella sigue alimentándonos. Seguimos amando el gran cine italiano, aunque no estemos muy al tanto del que se hace ahora, y si se han disipado sin rastro algunos de los fantasmones intelectuales de entonces –de jóvenes fuimos muy adictos a una forma de alta palabrería intensamente cultivada en Italia y en Francia- algunos nombres centrales se mantienen intactos, aunque pertenezcan al pasado. Quien hace que nuestra Italia siga siendo presente y no sólo recuerdo es Claudio Magris. Pero el nosotros que reclama a Magris como nuestro no identifica sólo a una generación, y una generación española, además. Sentimos como nuestro a Claudio Magris porque reconocemos en él, en su escritura y en su comportamiento público, un modelo que nos ayuda a orientarnos en una confusión muy de nuestra época, en la que nociones, figuras y regímenes enteros que parecían muy sólidos se ha disuelto en el aire, por citar el dictamen de Marx. Los regímenes son los comunistas; la figura es la del intelectual comprometido, gurú político y ejemplo ético; la noción es el proyecto utópico de remediar la pobreza, la injusticia y la explotación mediante el establecimiento de un paraíso terrenal, en nombre de cuyo advenimiento era lícito y hasta necesario incurrir en el crimen, individual o colectivo. Por supuesto que todas estas ruinas ya existían antes de 1989: pero la caída del muro de Berlín las hizo visibles con su formidable capacidad de metáfora. La respuesta de los que podíamos llamar “los nuestros” (escritores de izquierdas, intelectuales progresistas en el sentido amplio) osciló en general entre dos posiciones: la quejumbrosa nostalgia de los contumaces y la desenvoltura cínica o sinceramente entusiasta de los conversos(los hubo, los hay, que se las apañan para ser a la vez contumaces y cínicos, aprovechados y predicadores, pero este no este no es el lugar para ocuparse de ellos, y cualquier caso todos podemos citar unos cuantos nombres). Para los contumaces, la evidencia de los abusos del Gulag era un inconveniente menor, y cualquier reconocimiento de los errores y los crímenes de la izquierda seguía siendo una capitulación ante el enemigo; para los conversos, el capitalismo de pillaje y la omnipotencia militar de los Estados Unidos merecían el mismo fervor militante que no muchos años antes ellos mismos habían sentido hacia el delirio trotskista de la revolución mundial. Los contumaces pueden lamentar el terrorismo islamista pero tienden a considerarlo una reacción explicable a los abusos de Occidente; los conversos lo ven como una prueba de los peligros que amenazan a la civilización occidental a causa del fanatismo congénito de sus enemigos y de la blandura multicultural que se ha apoderado de ella.
A Claudio Magris lo sentimos muy nuestro porque nos ha ayudado a encontrar una posición ética y política ajena a esa sofocante disyuntiva. Descreemos de las utopías salvadoras, pero eso no nos impide ver las injusticias que se cometen en el mundo ni buscar formas racionales de remediarlas, sabiendo, eso sí, que la inteligencia y la capacidad de acción humanas tienen severos límites, que la realidad siempre es demasiado compleja para enfrentarse a ella con recetas claras y simples, que el impulso hacia la generosidad y la concordia en los seres humanos no es más poderoso que el que puede llevarlos, según las circunstancias, a la codicia y al odio. Con Magris hemos aprendido que la esperanza es tan legítima como el recelo; y que por eso importan valores a los que en otro tiempo no hicimos mucho caso, como la buena administración, el respeto a la ley democrática, la mesura. Él nos ha enseñado a situarnos en una posición espiritual de frontera, no de centro, de equilibrio inestable y no de seguridad, lo cual no quiere decir que debamos volvernos relativistas ni tibios, sino que cada caso, cada circunstancia, requiere de nosotros el examen más completo y atento, y que las certezas excesivas, como las fronteras cerradas, son siempre peligrosas. Esa ética de la aproximación curiosa, del tanteo, de la búsqueda, se ha convertido en él en una estética, en una escritura flexible que está en perpetua transformación y en vez de adscribirse de antemano a un género transita por ellos con una desenvoltura que le permite aprovechar los recursos de todos eludiendo sus servidumbres retóricas: el relato de viaje se convierte en crónica, la crónica en confesión personal, la confesión se va siguiendo un afluente erudito, la erudición está tocada de la temperatura de la experiencia humana, la contemplación desemboca en reflexión política o se concentra en un detalle mínimo que ha descubierto la mirada. La escritura no refleja el fluir perpetuo de las cosas, lo encarna, como una música, como el gran Danubio que es el río de Heráclito y el río de Claudio Magris.
da Claudio Magris Argonauta a cura di Danilo De Marco e J.A.González Sainz
fotografie di Danilo De Marco
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