O tal vez nos encontremos en la página blanca de su viaje / allí alza los brazos y nos llama / somos parte de esta fiesta que no acaba / parte de ese largo viaje que / sigue buscando y recibiendo a cada uno de nosotros / lo diviso, de lejos / y levanto la mano para saludarlo / aún sabiendo que viaja entre nosotros.
Con estas palabras terminaba el poema que Carlos Montemayor dedicaba a nuestro amigo y compañero poeta, historiador, escritor y pintor Tito Maniacco, que acababa de dejarnos a finales de enero. Aún estando él gravemente enfermo de un cáncer en el estómago, Carlos encontró la energía para ofrecer un saludo y un homenaje al amigo, con esa fuerza moral y ética que sólo acompaña a los justos.
En la primavera de 1996, mientras me encontraba en la Ciudad de México leí en La Jornada un apasionado y lucidísimo ensayo sobre el levantamiento de Chiapas y la cuestión indígena en general, firmado por Carlos Montemayor. Busqué inmediatamente su número telefónico en el directorio y lo encontré sin dificultad, llamé a Montemayor y me invitó de inmediato a su casa. Me recibió con la simplicidad y la hospitalidad con las que los hombres reciben a los hombres. Yo acababa de llegar de un viaje por el Estado de Guerrero, en la Sierra Madre Oriental, en donde había estado en la aldea de El Paraíso y posteriormente me había encontrado con la madre de Lucio Cabañas.
Casi un año antes, durante el mes de junio, me encontraba en Atoyac de Álvarez como huésped del padre rebelde Máximo Gómez y fue, por pura casualidad, que aquel 25 de junio del 95 yo no asistiera al encuentro de los campesinos de la Organización Campesina de la Sierra del Sur hacia el paso de Aguas Blancas (un grupo de policías estaba esperando los convoyes que los transportaba y al pasar abrieron fuego. Al final se contaron 17 cuerpos de campesinos sin vida) para después regresar con ellos a la manifestación que estaba prevista para Atoyac. Carlos se mostró muy emocionado por la noticia y por mi interés en la gente del México más pobre. Me invitó a quedarme a comer. Me ofreció inmediatamente un whiskey como aperitivo, mientras con aire jocoso comentaba “No se puede comer con el estómago vacío”. Durante la comida hablamos y hablamos, y cuando supo que hacía pocos días le había tomado una foto a la madre de Lucio Cabañas, “absolutamente: una copia para mí”, me comentó. Más tarde, habiendo terminado de comer, se sentó al piano y se puso a tocar “O surdato ‘nnamurato” (”Oh soldado enamorado”, en el dialecto napolitano). Fue sorprendente y me desubicó agradablemente el encontrarme en pleno corazón de la Ciudad de México y escuchar lo inesperado. Y la voz de Carlos: un verdadero talento musical.
Rara vez he encontrado un hombre, un gran intelectual, escritor, lingüista, poeta, más humilde que Carlos Montemayor. Humilde en el sentido etimológico de la palabra, que proviene del latín humus, tierra. Y como la tierra generoso. Porque Carlos fue, y permanece en nuestro viaje común uno de los hombres en los cuales la generosidad de ánimo, el altruismo, la disponibilidad y la atención hacia el prójimo fueron premura cotidiana. Y ya sólo esto no sería poco en tiempos de narcicismo consumista, egoísmo desenfrenado y desinterés hacia el prójimo, de megalomanías de espectáculo de tres centavos, de cultura de supermercado. De carencia absoluta, si no simplemente de una burla hacia la “pietas” en la confrontación del existir.
Pero Carlos fue y seguirá siendo -aún sabiendo que viaja entre nosotros- también un combatiente tenaz, decidido, sin ningún temor al afrontar o al denunciar las maldades de los poderosos. Y no sin ternura cuando servía: cantaba, bailaba, se maravillaba de frente a las pequeñas cosas, fraternizaba inmediatamente y te envolvía con su voz de barítono/tenor y con su gigante abrazo. Decía Carlos que el cuerpo necesita cantar y escuchar música por lo menos 20 minutos al día para poder restablecer la armonía perdida. Sabía bien que la poesía, el epos, la lírica y la dignidad son peligrosas para el poder porque contienen en sí la gratuidad. No se pueden comprar a ningún precio.
Tal vez pocos saben, por lo menos fuera de México, si recuerdo bien debió ser el 98 o a inicios del 99, que Montemayor sufrió un secuestro de extorsión por parte de delincuentes comunes. Al ser liberado -después de haber pagado una suma que por supuesto no poseía, y que le fue, por lo menos en parte, según me comentó, entregada por concepto de adelanto por los suplementos en los que participaba-, nunca aceptó que se especulara políticamente en relación a este suceso. Cosa que le habría por supuesto acarreado, como desafortunadamente se dice en estos tiempos nuestros de papel de china, mucha más “visibilidad”, con todas las ventajas económicas anexas. Para Carlos un secuestro por dinero debía ser tenido y olvidado en cuanto tal. En Carlos la avidez era algo inexistente. Cuando seguimos invitándolo a Italia recuerdo que nunca mencionó una cuestión de dinero. No ponía requerimientos especiales. Decía que sí y llegaba. El día en que me platicó este incidente suyo fue sólo hace tres años, en su casa. Era un miércoles, y como todos los miércoles estábamos esperando a comer al gran maestro de Carlos, el poeta Alí Chumacero. Y el viejo Alí, hoy de 93 años, con su rostro medio indígena sonrió, escuchando a Carlos contar su aventura. Era la sonrisa apagada del chamán, del curandero, del owirúame de la comunidad de los rarámuri, mejor conocidos como tarahumaras, que entendía haber sembrado correctamente.
Montemayor inicia su involucramiento y empeño en lo social de manera temprana. De estudiante, en la Universidad de Chihuahua entra en contacto con cuadros políticos del Frente campesino, cosa que le sirve para entender la terrible situación social en la que vivían los trabajadores del campo. Muchos amigos de su edad radicalizaron entonces la lucha y empuñaron las armas. Constituyeron el primer movimiento guerrillero en México posterior a la Revolución Cubana. El padre de Montemayor, con la intención de sustraerlo de aquellas opciones radicales -era 1964 y sus compañeros habían entrado en la clandestinidad- lo obligó a abandonar Chihuahua y a continuar sus estudios en el DF, la capital. En la Ciudad de México fue sólo a través de los periódicos que se enteró, casi un año después, de la muerte de casi todo el grupo del que formaba parte después del asalto al cuartel de Ciudad Madera, en la Sierra de Chihuahua. Recuerdo muy bien cuando me contaba sobre esto: “Me sacudió profundamente ver en las fotografías los cadáveres de mis compañeros, pero sobretodo me estremecí al constatar el tono con el que la información oficial hablaba de ellos: los trataron de delincuentes, de pistoleros, de robavacas, de bandidos. Yo, en cambio, sabía de su honestidad, de su generosidad, de su integridad. Comprendí entonces hasta qué grado podía una versión oficial destruir brutalmente la vida humana. La impresión fue tal que me marcó para siempre”. Cuarenta años después Carlos escribió aquella historia en “Las armas del alba”: “Era una deuda personal que yo tenía que cumplir”. De ese libro se hizo también una película.
Desde entonces el empeño de Carlos fue incesantemente, tenazmente -junto con su labor de analista político, de estudioso de la tradición oral y de la literatura escrita en los diversos idiomas indígenas y de estudioso del génesis de los movimientos guerrilleros- volcado a contrastar todas las injusticias, los abusos y las malversaciones oficiales que cubren el mal hecho por cualquier forma de poder, a dar dignidad y verdad a la vida en su conjunto.
Carlos Montemayor fue amigo íntimo también de la región italiana del Friuli. De ese Friuli fuertemente minoritario, subterráneo, clandestino, como le gustaba decir a Carlos. Que todavía existe y que está listo más a dar que a recibir. Más a oponerse que a obedecer. Recuerdo su encuentro en la Universidad de Udine en 1999 con el antropólogo Gianpaolo Gri, en el que Montemayor tuvo un incisivo, poético y combativo encuentro sobre la cultura y sobre el tiempo cíclico indígena: “La historia -dijo- no es algo que ya haya pasado, sino algo que ocurre ahora mismo, el tiempo no transcurre, sino que es simultáneo en sus posibles e invisibles dimensiones. La tierra, para los indígenas, no es algo inerte, sino un ser vivo, y el hombre, o mejor, los pueblos indígenas, están al servicio del mundo. La tierra, los animales, los ríos, la lluvia, la semilla, y la cosecha… todo está inmerso en el ciclo agrícola. En algunos idiomas indígenas, por ejemplo en tarahumar, se dice que el maíz embodegado duerme o reposa”.
Fue huésped inolvidable con los Colonos de Villacaccia, en donde varias veces, junto con Erri De Luca, llegó a presentar sus libros. Allí mismo, en Colonos, durante una tardeada memorable, junto con Tito Maniacco, quien presentaba su libro de poemas “En otro tiempo yo estuve aquí”, editado por Menocchio y leído en italiano por Andrea Trangoni, Roberto Micheli vino desde Roma para adornar la sala con sus pinturas y esculturas. Desde Milán se nos sumó también Gianluigi Colin, director artístico del periódico Il Corriere della Sera, y a quien, divertido, Carlos llamaba “nuestro clandestino en el periódico”. Para esa ocasión Pierluigi Cappello, premio Montale, premio Bagutta y premio Viareggio de poesía, tradujo del español y leyó magistralmente en friulano la poesía de Montemayor. Después fue huésped de la Asociación Cultural El Caseificio, con ocasión del evento “México, el ombligo de la luna”. Luego en el círculo Pabitele, junto con Gigi Sullo, para hablarnos de la resistencia indígena en Chiapas. En el teatro San Jorge, con Giorgio Ferigo, otro amigo y compañero que ya nos dejó, para presentar el tercer número de Multiverso, editado por Forum de Udine.
La primera vez que vino a Friuli invitado por mí y por el CeVI de Udine, fue en octubre del 99, con ocasión de la exposición “Sal de la Tierra”, que de allí a pocos días teníamos que inaugurar junto con Erri De Luca, en el exconvento de San Francisco de Udine. Después de su llegada a la estación ferroviaria nos encaminamos hacia el centro de la ciudad, para ir a dar un vistazo previo a la inaguguración de la muestra. Sin embargo, para llegar necesitamos tres vasos de Refosco, y el encuentro con tantas gentes con las cuales, por cierto, Carlos no tuvo ninguna dificultad en comunicarse. Puedo decir que, de manera sorprendente, en todos los países del mundo en los que me llegué a encontrar con Carlos, siempre se las arreglaba para hablar en la respectiva lengua extranjera casi como si fuera la suya. Entramos en la grandísima y espléndida ex-iglesia románica de la cual yo tenía las llaves porque teníamos todavía que terminar las preparaciones, y en donde sabía que quedaba, olvidado durante el evento anterior, un piano. Carlos no lo pensó ni por un instante y se puso a tocar. Fue magia para mí y para él: en un espacio como aquel, en aquella atmósfera. Las notas del Ave María de Schubert y su voz viajaban potentes y libres entre aquellos muros antiguos. Alrededor de las fotografías de la exposición, cuyo tema eran los pueblos desheredados de la Tierra, aquellas imágenes de mujeres con sus hijos al seno encarnaban la imagen de María como ninguna otra. Entendimos que se estaba iniciando una gran amistad fraterna.
Fue gracias a su tenaz empeño, a su perseverancia delicada, paciente y equilibrada, sin dar jamás la impresión de prevaricación hacia las personas e instituciones que se debieron haber involucrado, que en el 2007 la gran muestra-instalación Resistencias pudo llegar a ser presentada, además de en la Ciudad de México, en Chihuahua, San Miguel de Allende y en la estupenda sede del Museo Regional de Guadalajara. Posteriormente habría de tener lugar su encuetro con el “partisano” Cid en Venzone, la antigua ciudadela destruida por el terremoto de 1976 y reconstruida piedra por piedra. Cómo olvidar un acontecimiento tal: dos colosos de humanidad, de una humanidad subterránea, lejana en el tiempo, que se rencontraban y se manifestaban allí, en aquel instante. Al regresar a México, Montemayor escribió, en aquel estilo que a él, ensayista, le gustaba definir como “las tentaciones arcáicas del narrador”, un texto que tituló “El Cid de los Prealpes”: “Una tarde, en Venzone, me preguntó con una voz lenta y grave, de reflexión, de confianza, con el mismo tono que tenía la voz de mi padre: -¿Quién eres? ¿Para qué has venido ahora? Trato de recordar quién eres. Somos iguales, estamos hechos de la misma pasta”. Su fuerza interior, su presencia familiar provocaban, en efecto, la particular sensación de conocerlo desde siempre, de estar reencontrándolo. La memoria del Cid en los transcursos inesperados del sueño.
“Así el gran círculo que traza la poesía a lo largo de la historia de los hombres se agranda a lo antiguo y a lo diverso y lo re-forma, lo re-crea como antiquísima modernidad”Con estas palabras terminaba Tito Maniacco su prefacio al libro de poemas de Carlos Montemayor. Vaya pues, Carlos, una copa de Refosco, un puño de tierra y un poco de poesía para seguirte siendo fieles y leales como tú lo fuiste con tus compáñeros, y para continuar juntos hacia ese viaje incierto que a todos nos vuelve iguales.