Parole

Danilo De Marco - Yibuti-L’exodo de la poblacion etiope

Yibuti: ¿quién sabe donde está? Tan pequeño que sale a duras penas del papel, escondido por su nombre. Un « confite», dicen, de un puñado de kilómetros cuadrados de paz, entre gigantes fratricidios: Etiopia, Eritrea, Somalia. Historias de guerras largas y sangrientas, nunca acabadas. Estalladas como domésticas y llegadas a ser un enredo de intereses internacionales y presencias militares. Y tanta hambre.
Yibuti se quita parcialmente de la muchedumbre, no por mérito suyo sino por una situación político-económica sustentada por presencias extranjeras y alianzas negociadas. Punta extrema del cuerno de África, en la embocadura del Mar Rojo y del Océano Indio, trampolín proyectado hacia Asia, desierto geográficamente estratégico sea para los colonizadores de la historia sea para aquellos modernos: los ejércitos que la habitan, que les permiten a la política y a la economía funcionar y que la defienden del tiburón.
Estamos en el centro-norte del país, a unas tres o cuatro horas en automóvil de la capital: no se cruzan más de cuatro coches en la carretera nueva y desierta que llega hasta el norte, hasta la vieja capital Obock, donde no va nadie: un pueblo de veinte casas que se derrumban y de cabras que, en equilibrio sobre las grandes espinas de las acacias, se engordan cominendo bolsitas de plástico. El lugar parece devastado. Pero la ruta sigue todavía hacia el norte por unos 20 kilómetros y alcanza la siniestra prisión de Gadobe. Luego, nada. Fuera del centro poblado de Obock que vende su memoria de Rimbaud, Henry de Monfreid y Corto Maltese, el paisaje es muy lindo. Duro y salvaje. Ésta es la meta. Pero hay que llegar hasta acá para tomar la balsa que atraviesa los 18 kilómetros de mar que quedan para llegar a Yemen.
Los etíopes se encuentran más en el sur, atravesando el lago Assal, el lago salado, paisaje lunar donde durante el interminable verano la temperatura puede pasar los 50 grados. Aquí, debajo de un sol pesado, los animales se esconden en busca de una improbable sombra y, para no ser quemados por la naturaleza fascinante y cruel, emigran ellos también.

Los etíopes salen de las rocas negras a la misma carretera que serpentea, sube y baja entre la piedra volcánica roja por el sol que vomita otro calor y el desierto de arena y piedras, donde resisten solo acacias, cabras, dromedarios y, en los meses invernales, algún mono. Los mosquitos tampoco aguantan este infierno dantesco y desaparecen. Salen de uno de los muchos pasos de confín con Etiopia, a unos cientos de kilómetros; se llaman Dahiba Med, Abibaker Ahamed, Habiba Med, Ahame Idiri, Abdikader Ahamed, Johari Med. Emigran a miles. Pero, es una humanidad que no existe. No le interesan a nadie. No cuentan para el gobierno etíope, que se sacude de encima miles de bocas por saciar; demasiado comprometido construyendo diques que provocarán un ulterior éxodo mortal de población autóctona junto con un desmesurado desastre ecológico en el valle del río Omo, en el sur-este, para abastecer de electricidad Kenya. Esto con una inversión privada - y, tal vez, en parte pública también - italiana. Parece que empresas italianas han comprado ya lotes enormes de territorio. Todo condimentado con términos como modernidad, progreso y negocios, naturalmente. No molestan al gobierno de Yibuti, que interviene raramente o en fechas establecidas, porque sabe que la mayor parte de ellos están sólo de paso y, paradoja de la pobreza, contribuye a pesar suyo a alimentar una cadena organizada en paquetes de viaje todo incluido. Un trashumante es un episodio efímero, pero su presencia deja la huella del paso. Como una cabra sobre un sendero de montaña, se reconoce la procesión del prófugo en cuanto siembra un olor de necesidad y de esperanza y llega a ser al mismo tiempo oportunidad de lucro y especulación entre pobres.

Salen de cada lugar de Etiopia, sin nada en el bolsillo para evitar ser robados por la calle. Una guerra entre pobres tiene aspectos crueles. Caminan en grupitos, que se forman a diario. Un tanque de plástico para el agua, un trapo como sombrero, un par de sandalias que se estropean andando. Sombras errantes que buscan en dónde pararse sin llorar y avanzando, una pena impotente frente a tanta temeridad que no tiene medios para razonar o buscar alternativas. Las familias han recolectado el dinero vendiendo las cabras o las vacas para invertir dinero en el joven que parte y va a buscar fortuna para todos. Es un dinero imprescindible para pagar el pasaje, a través del comerciante etíope enlazado con los comerciantes yibutienses y yemeníes, que intercambian carne humana hasta su destino. Cómplices no raros también los policías de los bloqueos que, con su parte de dinero en el bolsillo, cierran los ojos y fingen no ver nada. A las familias no les queda más que animar a los hijos a andar porque quedarse quiere decir abandonarse a una economía de sobrevivencia, sin poder hacer otra cosa. Quiere decir resignación y hambre. Las maletas de cartón, atadas con el cordel de nuestra « mejor juventud» que salía emigrando, son un lujo porque, al otro lado, ningún primo los espera.

Trepan la frontera de Yibuti en Dikhil, Galafi o Balho. Luego se ponen en marcha hacia Tadjura - cientos y cientos de kilómetros a pie -, donde la red bien organizada de passeurs verifica, con un llamado a los socios etíopes, quién ha pagado la cuota y tiene derecho a alimentos y agua para no morir de hambre en los días de espera antes de seguir hacia Obock, unos cien kilómetros más.

En Tadjoura los etíopes son intrusos reconocibles y a vigilar, pero cómodos para todos. Algunos vagabundan por los callejones como perros errantes, ondeando por el hambre y ostentando delgadez. Otros duermen en la pequeña playa delante del puerto, entre algún pez maloliente escapado de la red, cuervos, gatos y un vaivén de muchedumbre que compra y vende baratijas. Todos saben que son clandestinos, que son paquetes para entregar, pero nadie interviene. Es una manera de no interferir en la economía local, fuertemente lucrativa. Cada uno se preocupa por lo suyo, mejor no molestar a nadie y resolver por sí solos los problemas de desocupación, del coste de la vida, de aislamiento. Duermen en 10 o 15 en pocos metros esperando el momento justo para superar el bloqueo de la policía de frontera, que no tiene que estar lleno de gente porque no muchas manos les pidan pagar el silencio para el pasaje para Obock.

De allá embarcarán al anochecer, apilados en barcos a tope, rumbo a Yemen. Si hay demasiados controles llegando, los dejarán lejos: cien metros son suficientes a un nómada, a un hombre de montaña, que viene de un país sin mar, para ahogarse. Desembarcando otros controles de policía, más dinero y luego… nada. Buscarán algún contacto, a amigos, vecinos de casa o tan solo otros anónimos compañeros de desdicha. Andando atraviesarán todo Yemen hacia la primera posible meta: Arabia Saudí. Y luego, quizás, Dubái y los Emiratos, donde el control en la frontera y en la ciudad es cada vez más despiadado. Luego, a lo mejor Turquía, tal vez Europa.

Africa es un inmenso continente en movimiento. Sus pueblos, sus jóvenes se están asomando y nos están pidiendo campo o, si no sabremos por lo menos devolverles cuánto les quitamos directa o indirectamente apoyando durante años gobiernos dictatoriales - y la desproporción que hoy existe entre nosotros y ellos es gigantesca - nos presentarán la cuenta. Ningún muro va a ser demasiado alto para impedir su llegada. Y la única cosa cierta es que llegarán.
Mientras los folletos turísticos recomiendan, junto con nuestra indiferencia callada y consolidada, un safari en 4×4, con un guía local y reservas de agua y alimetos, a lo largo de un paisaje lunar fascinante y único: el lago Abbe, o el lago Assal, reclamizado como «una otra sal».

Traducción de Gabriella Cecotti