¿Qué deja de sí misma una persona anciana cuando ya no está?
No la herencia de sus bienes, porque estos se convierten inmediatamente en propiedad de los beneficiarios, botín que ya no pertenece al propietario precedente.
Una persona puede dejar sólo una cosa que seguirá perteneciéndole, el nombre. La peor condena es perpetuar uno malo. Soy contrario al encarcelamiento de los viejos, incluso en el caso de los responsables de crímenes de guerra. Tener en una celda a un ex-nazi, a un Pinochet nonagenario, es humillante para el carcelero y poco le quita al encarcelado. Es justo instruir los procesos, llevar a los estrados incluso si son ancianos, interrogarlos delante de los supervivientes de las generaciones siguientes. Es justo condenarlos a la infamia pública de su nombre. Esa será su pena irreparable, dejar un nombre que provoca el asco, que orilla a los herederos a cambiarlo.
Los rostros revisitados y recogidos por Danilo De Marco dejan un buen nombre, un bien que se extiende a los descendientes pero que sigue siendo la entera propiedad de quien lo portaba. El nombre es la herencia, de estos rostros el título, el predicado habrá de permanecer: combatientes por la libertad.
Los fascismos colapsaron por su aventura de guerra. Los fascismos que se abstuvieron duraron más tiempo en España y Portugal. Era necesaria la guerra, deseada por los regímenes de Alemania, Japón, para derrotarlos. Entonces fue justo, para rescatar el nombre de sus países, que una minoría de italianos tomara las armas contra los ocupantes alemanes y los italianos que estaban a su servicio. Fue justa la guerra civil, el ataque de una minoría en inferioridad numérica contra un ejército bien adiestrado que reaccionaba con represalias y masacres de indefensos. El siglo XX fue un siglo especializado en el exterminio de indefensos, más que de soldados. Entonces fue justa la guerra secundaria combatida en lo áspero de las montañas, en la clandestinidad de las ciudades. Aquella lucha armada no podía decidir la suerte de aquella colisión entre ejércitos pero podía contribuir a la derrota de los fascismos y al buen nombre de un pueblo nuevo. Únicamente en Yugoslavia la guerra de guerrillas logró por sí misma vencer a los nazis y a los fascistas sin intervención de los rusos o los estadounidenses. En Italia la lucha armada guerrillera fue secundaria, y por lo mismo más amarga, más difícil de combatir, frente a la evidencia de que los fascismos hacia el 43 estaban en quiebra y su derrumbe era sólo cuestión de tiempo. Aquellos guerrilleros nuestros, aquella pequeña minoría de pueblo actúo de la misma manera para ganarse la postguerra de la dignidad. Aquella minoría se procuró el respeto, y luego el afecto de una mayoría que la contemplaba desde la ventana, esperando el fin de la guerra. Sólo años más tarde aquella mayoría se puso a celebrar la lucha partisana. La Italia de aquella primera fase de la postguerra creía aún en la monarquía, en la más desfachatada familia reinante, en fuga, de toda la historia moderna de Europa. Y fue necesario un referéndum de conteo asistido, impulsado, para declarar a Italia una república.
La Italia de la postguerra puso en el ático a las mujeres y hombres que la habían liberado a mano armada. Y hoy son los últimos rostros, el último bosquejo de una juventud valerosa que hizo lo justo al precio más alto.
Dejan un buen nombre; de esos que se mencionan en una mesa poniéndose de píe para chocar los vasos a su salud.