Desde que hace once años heredé el legendario y semiimaginari Reino de Redondano son pocas las personas que han pasado a formar parte de mi vida sin presencia física alguna, o, dicho de otra manera, sin aportar un solo recuerdo material o real. Algunas de ellas, además, serán así ya para siempre, porque han muerto sin que nunca llegáramos a estar frente a frente, a vernos el rostro. Nos cruzamos tan solo unas cuantas cartas, y por supuesto leí lo que habían escrito para ser publicado, y he visto —aún veo— sus fotografías.
Fue el caso del magnífico historiador del arte Francis Haskell, quien al poco de ser nombrado “Duke of Sommariva” del Reino, me escribió disculpándose con inverosímil delicadeza por haber aceptado el título sin saber que iba a disfrutarlo durante muy escaso tiempo: acababan de diagnosticarle una enfermedad incurable, lo cual, sin embargo, no hacía menguar su contento por pertenecer a una “aristocracia intelectual” ideada hacia 1945 por dos escritores extravagantes y oscuros, que dejaron a la posteridad más vidas singulares y dificultosas que una obra en verdad memorable. Fue también el caso del gran W. G. Sebald, quien enseguida me pidió que me olvidara del significado de sus iniciales y que lo llamara Max, y a quien en seguida atrajo la leyenda redondina. Estaba dispuesto, me escribió en una carta, a ocupar cualquier cargo “humilde”, por ejemplo el de “guardián de los dominios menores”, pero sus extraordinarios libros lo hicieron acreedor al título de “Duke of Vértigo”. Cuando murió inesperadamente, me enteré por un fax enviado por un librero de Londres, John de Falbe, que es el Real Librero de Redonda en el Reino Unido, y que por tanto se refirió a él por su “ducado”: “Stop-press”, rezaba: “Vértigo killed in car crash”, o, lo que es lo mismo: “De última hora: Vértigo muerto en accidente de coche”. Un íntimo amigo suyo desde la infancia, el pintor Jan Peter Tripp, me hizo llegar más tarde lo que podríamos llamar la “colilla” de uno de los lápices (al parecer los gastaba hasta casi consumirlos), que ahora guardo junto a sus libros: lo único material del hombre que nunca se materializó ante mi vista. Cada vez que veo en casa esa “colilla” de lápiz que sostendrían tantas veces sus dedos vivos, me viene indefectiblemente a la memoria —una asociación caprichosa— la empuñadura de sable que salió de la tumba de la que habló Claudio Magris en una de sus primeras obras, por la que siempre he tenido especial debilidad, Conjeturas sobre un sable. Fue cuando tres oficiales alemanes se presentaron en Villa Santina, en la región friulana de Carnia, en los años cincuenta, y exhumaron el cadáver de un soldado cosaco para llevárselo a otro cementerio: tal vez el del General Krasnov, que hacia el final de la Segunda Guerra Mundial había luchado en la zona, empleado y manipulado por los nazis, en la confianza de ver nacer allí, en esa fronteriza y montañosa parte del noreste extremo de Italia, una improbable y anacrónica Kosakenland o patria cosaca, esto es, un territorio no menos imaginario que el de Redonda, aunque se corresponda con éste una isla deshabitada de las Antillas. “Una empuñadura”, escribe Magris, “… que parece sugerir soledad, promesa de gloria y sello de vanidad, breve ilusión de seguridad y apoyo para la mano que la aferra y cree sentirse menos sola en el fluctuar de la cosas”. Acaso también mi mano se sienta así, menos sola, cuando empuño la “colilla” del lápiz de Sebald.
Cada vez que se otorga el Premio Reino de Redonda y a mí me toca escribir al ganador, explicarle la historia y preguntarle si tiene a bien aceptarlo, me recorre un temor a que el galardonado anual me tome por loco. No resulta fácil condensar en pocas palabras la leyenda de Redonda y de sus más bien malogrados reyes, la creación de su “nobleza literaria” y su actual pervivencia. Siempre tengo miedo de que el distinguido escritor o cineasta al que me dirijo arroje mi carta o mi fax a la papelera con un pensamiento displicente y breve: “Panda de lunáticos” o algo por el estilo. Es sin duda deseable —quizá necesario— que el premiado tenga sentido del humor y cierto gusto por los juegos estrafalarios. Cuando, en 2003, los “Dukes” del Reino decidieron otorgar el Premio que yo me limito a organizar y financiar a Claudio Magris, le escribí con el habitual temor y el debido respeto. Por lo que había leído de él, pensaba que una historia así no le parecería desdeñable, tantas son la comprensión y la simpatía que ha mostrado en su obra por personajes reales —convertidos por él en literarios— que se han desenvuelto mal en la vida, o que no han sabido medir sus capacidades o sus ambiciones, o en los que se ha cebado la desgracia, o que han salido perdiendo en las empresas que han acometido, o que han albergado la ilusión de ser más grandes de lo que eran: personajes, sin ir más lejos, como el propio Atamán Krasnov, el cosaco que pasó el penúltimo tramo de su ajetreada vida recorriendo y asolando el Friuli, bien lejos de sus orígenes. Pero, al mismo tiempo, Claudio Magris transmite una imagen de gran rectitud moral, la cual va acompañada demasiadas veces de una excesiva seriedad, por lo que asimismo temía que esa dinastía excéntrica de reyes nunca reinantes y literarios le pareciese una frivolidad excesiva.
Magris, sin embargo, no sólo aceptó de buen grado y divertido el Premio, sino que eligió, probablemente, el título más humorístico de la historia entera de Redonda, “Duke of Segunda Mano”. Desde entonces ha pasado a ser otra más de esas presencias exclusivamente epistolares, aunque yo conozca bien su rostro aún juvenil y algo ingenuo, por las numerosas fotografías, y desde luego su obra admirable. Es la persona más atenta y amable que se pueda imaginar, porque jamás deja de contestar a ninguna nota o envío de libro, incluso cuando contestar no hace falta. Lo hace además a mano, aunque, eso sí, con una letra tan difícil de desentrañar que cada tarjeta suya es para mí como —de nuevo— la aparición de una misteriosa empuñadura de sable a la que, al faltarle la hoja, le falta también su historia. Como nos escribimos en italiano, y es esa una lengua en la que me manejo con osadía pero que jamás he estudiado —la aprendí “por deducción” durante unos años en los que parte de mi vida transcurrió en Venecia, no lejos del Trieste en que habita Magris—, a veces le he pedido a una amiga veneciana que me “transcriba” lo escrito por el autor del Danubio, porque lo que no soportaría es quedarme sin saber lo que en cada ocasión me dice, o que no apareciera la hoja del sable. En esas cartas, por fortuna, está a la altura del autor que se adivina en sus libros: generoso, agudo, pausado, sereno, curioso, con un sentido del humor muy fino. Lleno de comprensión y de afecto, y sin eso que es casi imposible no encontrar en los escritores españoles (y me incluyo): malicia, por no decir algo peor.
Todavía no nos hemos conocido personalmente, pero tengo la sensación, muy grata, de que eso poco importa. Hoy en día, con tantos viajes, con tantos “encuentros” entre escritores y “festivales literarios” a los que casi nunca acudo, parece extraño que pueda darse una amistad sin que los amigos se hayan visto la cara ni hayan compartido una conversación. No siempre fue así: antiguamente las personas solían estarse en su sitio, y se carteaban. Y era mucho más frecuente la existencia de “amigos invisibles”, que no por no verse eran amigos de una calidad inferior. Es más, esas amistades lejanas y lentas no están expuestas a vaivenes ni desgastes ni roces, y por ellas pasa el tiempo como debe pasar para los individuos, según las propias palabras de Magris: “… mientras que para un individuo doce años pasan como la espera bajo una marquesina, cuando se ha perdido un enlace de trenes y se aguarda allí sentado al siguiente sin perder de vista las maletas, para la historia una docena de años es una época, llena de grandes avatares y mutaciones decisivas…” Si un día por fin nos encontramos, para mí será un honor y un placer seguro. Pero no es necesario. No, por supuesto, para mi admiración literaria. Para mi estima personal, tampoco. Y al fin y al cabo, si se me apura, quizá esto sea lo más adecuado en el territorio que nos ha acercado: una isla que ni él ni yo hemos visto nunca, habitada sólo por alcatraces y cabras y serpientes y ratas, y por los fantasmas de los contrabandistas que en los siglos XVII y XVIII se refugiaban en ella aprovechando que era de difícil acceso para los barcos. Su fama en las Antillas, se cuenta, es equivalente a la que en Europa tiene Tansilvania: el de un lugar algo espectral, acaso poblado por monstruos y seres fantásticos. Tan fantásticos como un Atamán cosaco de frondoso bigote blanco, con sable, que cabalgó hasta consumirse y yacer durante doce años en una tumba sin lápida, quizá sólo en la imaginación de los hombres, muy cerca de donde vive Magris. Que él siga viviendo ahí largos años individuales, o hasta las eternidades de Redonda y de Trieste, mejor dicho.