La trompetillia del arcabaz muchas veces había descargado sus vómitos de fuego y metralla. Otros antes que él doblaron las rodillas y cayeron a tierra marcados por el rosetón católico, ese que una y otra vez, tras los disparos de los tercios españoles, aparecía rojo, heco de sangre en pleno pecho.
Allí estaba el hispánico corchete esperando la orden para abrir fuego sobre el filósofo y derramar un avez más la sangre chibcha. Quemenchatocha, zaque de Hunza, señor de los musicas, guerrero renegado y pensador por vocación, esperaba la descarga de metal con la cual, gracias a una perversa alquimia, el invasor lograría trasmutar el plomo del proyectil en el oro arrebatado a los hombres de esas altas tierras. Hernán Pérez de Quesada, medio hermano del adelantado Gonzalo Jiménez de Quesada, encargado de la pacificación y sujeción de los chibchas de Boyacá, miraba con esos ojos erizados en cuya pupilas no había bastones sino espadas. Atado y vejado, el hombre americano esperaba la muerte del cuerpo y la immortalidad de las lagunas donde se enredan las almas de quienes fallecen pero no desfallecen.
Antes de que el invasor diera la orden de fuego, el zaque de Hunza miraba aquella trompetilla y entendía que el arma de fuego no sólo causaba la muerte sino que, como un embudo, se tragaba los pueblos. Sabiéndolo y entendiendo que los asesinos le temen a la palabra u más a aquella que trasciende las épocas y las generaciones, en voz baja, sin recurrir a las exclamaciones últimas de quienes van a ser ejecutados, casi susurrando y mirando los ojos erizados del enteco andaluz. Quemuenchatocha le djio: « Hagan con mi cuerpo lo que quieran, pero en mi voluntad y en la de mi pueblo nadie manda ».
El corchete disparó y el rosetón de sangre se abrió hasta llegar el piso. Las venas de la tierra se nutrieron de la sangre de Quemuenchatocha y se llevaron el líquido hasta las entrañas, donde con otras sangres y cuerpos y plantas y tiempos, habrían de unirse al plasma mismo del planeta, la sangre negra que fluye en los lagos interiores, el petróleo que las multinacionales gringas, los vampiros nacionales y los nuevos Pérez de Quesada quieren sacar.
Los u’wa son herederos de la sangre derramada por el zaque. Son la tierra muisca que todavía anda. Ya no hay arcabuces, pero la sangre aún es derramada, como la de los tres niños abaleados por la policía el pasado 11 de febrero en Cubará, cuando la comunidad protestaba por la decisión del gobierno y la Occidental de taladrar la madre tierra.
Los u’wa, herederos de una voluntad que permanece hasta la última gota.
Antonio Morales
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